jueves, 8 de junio de 2017

Juan 1:43-51 La diversidad del llamado del Evangelio: El llamado de Felipe y Natanael

La diversidad del llamado del Evangelio: El llamado de Felipe y Natanael
Juan 1:43-51
Introducción:
La iglesia de Cristo está compuesta por diversidad de personas, de todos los continentes, colores de piel e idiomas. Unos son expresivos, otros introvertidos; unos muy emotivos, otros más estoicos; en fin, Dios llama del mundo a personas con características muy distintas, las cuales son unidas en un solo cuerpo por medio del bautismo del Espíritu Santo en la conversión. La Iglesia no es una masa uniforme de ladrillos, sino, como dice Pedro, un templo vivo constituidos por piedras vivientes y diferentes (. P. 2:5).
Igualmente, se llega a ser discípulo de Cristo o miembro de esta iglesia, a través de diferentes llamados, escenarios u ocasiones. No todos llegamos de la misma manera pero todos somos llamados eficazmente por el Espíritu Santo.
 El apóstol Juan, autor del evangelio, nos mostrará en este pasaje cómo fueron unidos a la iglesia naciente dos nuevos discípulos. Observemos cómo los llamó Cristo: uno estaba totalmente preparado por Dios para sólo escuchar su voz y seguirle, mientras que otro necesitó escuchar la invitación a través de otro discípulo, necesitó superar dudas variadas, necesitó ver el poder omnisciente de Dios y entonces sí, venir a Cristo.
Para una mejor comprensión del pasaje, lo estructuraremos así:
1. El llamado de Felipe: Un corazón preparado para responder instantáneamente (v. 43-44)
2. El Llamado de Natanael: Superando obstáculos (v. 45-51)

1. El llamado de Felipe: Un corazón preparado para responder instantáneamente (v. 43-44).
El siguiente día quiso Jesús ir a Galilea, y halló a Felipe, y le dijo: sígueme” (v. 43). Jesús, luego de recibir la acreditación de Juan el Bautista, quien anunció públicamente, cuál heraldo de Dios, que el Nazareno era el Mesías enviado por el cielo, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo; y luego de recibir a sus primeros tres discípulos, dos de ellos previamente discípulos del Bautista; ahora iniciará su ministerio itinerante, viajando por todas las provincias de Israel, anunciando el Evangelio, la llegada del Reino y testimoniando esto a través de sus milagros, señales y portentos.
Así que, nos dice Juan que el cuarto día de los siete días iniciales de la predicación del Evangelio, Jesús decidió (quiso, se propuso) partir de Judea a Galilea, la provincia donde él se crió y donde vivía su familia. En Galilea Jesús se la pasaría mucho tiempo, y se convirtió en un lugar de refugio cuando la hostilidad de los judíos en Jerusalén arreciaba.
En esta preparación, o tal vez iniciando el viaje, Jesús se encuentra con Felipe, al cual solamente le dijo: Sígueme, y él lo siguió. Probablemente Felipe, siendo del mismo pueblo de Andrés y Pedro, había escuchado lo que ellos decían sobre Juan el Bautista, de manera que su corazón había sido inquietado respecto a la pronta llegada del Mesías. Lo cierto, es que el Espíritu Santo ya había estado trabajando en el corazón de este humilde pescador, de tal manera, que sólo con escuchar al Mesías decirle “sígueme”, le siguió inmediatamente. En este caso vemos que nadie escucha el evangelio por mera casualidad, sino porque Dios así lo ha propuesto. Jesús nuevamente sale al encuentro del pecador para darle vida y salvación. En él no hay casualidades.
Esto nos muestra, primeramente, la eficacia de la Palabra de Dios cuando al Señor le place llamar a una persona a la conversión y el servicio. Ella tiene el poder divino para convencer al alma, sin el uso de razonamientos, evidencias o justificaciones, sino que, cuando Cristo dice: Ven, sígueme, cree en mí; el Espíritu aplica esta palabra para una efectiva e instantánea conversión. En segundo lugar, esto nos muestra la variedad que Dios usa cuando llama a personas a la conversión. En el caso de Andrés y Juan, medió el mensaje del predicador Juan el Bautista; Simón fue convertido a través del testimonio y la invitación de su hermano Andrés, pero, ahora, es Cristo, de una manera directa, quien lo llama. Lo mismo sucedió con Saulo, quien fue llamado por Jesús, cuando, ni aún estaba interesado en él, antes, se oponía al mensaje cristiano y perseguía a sus seguidores. Pero el poder del Evangelio vino desde el cielo y convirtió a estas almas incrédulas.
Muchos son convertidos directa e inmediatamente por el poder de Dios, sin que medie ningún predicador, sólo el alma siendo tratada por el Espíritu de Dios. Pero la mayoría de los casos de conversión no son así, sino que a Dios le ha placido usar la locura de la predicación, y la responsabilidad de los creyentes en la misión evangelizadora para traer a Cristo a la mayoría de los elegidos.
Y Felipe era de Betsaida, la ciudad de Andrés y Pedro” (v. 44). Juan, el autor del Evangelio, nos dice que tanto Andrés como Pedro y Felipe eran de Betsaida. Esta información no es sin importancia, pues, Juan nos quiere mostrar la grandeza de la gracia de Dios, la cual saca de lo vil y menospreciado tesoros preciosos para la gloria de Dios, y nos muestra cómo el evangelio puede transformar vidas, incluso de en medio de sociedades entregadas al mal. Jesús lanzó algunos ayes o lamentos sobre esta ciudad a causa de su incredulidad y maldad, a pesar de que él hizo muchos milagros en ella: “!Ay de ti, Corazín!, ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que se han hecho en vosotras, tiempo ha que se hubieran arrepentido en cilicio y en ceniza” (Mt. 11:21). Dios siempre se preserva un remanente en cada lugar.
No importa lo corrompida que esté nuestra sociedad, ni las espesas tinieblas morales que se yerguen dominantes sobre el Estado, la familia y la misma cristiandad; Dios sigue siendo Dios, y Su gracia obrará efectiva y poderosamente en aquellos a quienes él llama por el Evangelio para la conversión. No importa si es una sociedad atea, agnóstica, inmoral, religiosa o idólatra; el llamado de Cristo será escuchado por los que Dios ha elegido.
2. El Llamado de Natanael: Superando obstáculos (v. 45-51)
Felipe halló a Natanael, y le dijo: Hemos hallado a aquel de quien escribió Moisés en la Ley, así como los profetas: a Jesús, el hijo de José, de Nazaret”. ¿Podemos imaginar el gozo de Felipe al encontrarse con Jesús y ser transformado por su llamado directo y su poder Salvador? Y como es característico de todo discípulo de Cristo, esta alegría no puede ser guardada de manera egoísta, sino que inmediatamente se procede a anunciar a los más cercanos quién es Jesús. Felipe inicia la empresa de buscar a Natanael hasta que lo encuentra y le habla de Cristo, el Mesías. Muy probablemente este Natanael es el Bartolomé que se menciona en los Sinópticos.
Juan dice que Felipe halló a Natanael, es decir, lo buscó. Felipe no se quedó quieto. Dios quiera que este evangelístico y misionero comenzar de la iglesia pueda recuperarse hoy, donde cada persona que iba siendo salvada por Cristo buscaba a otros para compartirles esta gran verdad; pero hoy día se necesitan a 100 para ganar a uno.
La proclamación de Felipe muestra que la mayoría de los judíos tenían cierto conocimiento del Antiguo Testamento, especialmente en lo que concierne al Mesías. Aunque la mayoría no entendió bien la misión del Cristo, ellos sabían que todo el Antiguo Testamento y la Ley están llenos de promesas y anuncios sobre la venida del Redentor, pero no sólo esto, sino que todo el Antiguo Testamento está lleno de símbolos, tipos y figuras que hablan de Cristo. Nadie que no pueda ver a Cristo en todo el Antiguo Testamento sacará provecho espiritual y salvador alguno de su lectura. Conocer el Antiguo Testamento prepara la mente para recibir la Luz del Evangelio, La Ley debe ser predicada antes, para que el Evangelio pueda ser comprendido después. Moisés y los profetas nos conducen a Cristo.
Superando obstáculos para venir a Cristo
Natanael le dijo: ¿De Nazaret puede salir algo de bueno? (v. 46).
Felipe estaba convencido que Jesús es el Mesías prometido, pero a Natanael, aunque es impactado por el entusiasmo y la veracidad de la fe de Felipe, le queda una duda: ¿Cómo es posible que el Mesías, Jesús, sea de Nazaret, si el Antiguo Testamento había predicho que nacería en Belén de Judá? Debemos preguntarnos ¿Por qué Felipe dijo que Jesús era de Nazaret y no de Belén? Bueno, Felipe, muy probablemente, aún no tenía toda la información sobre el nacimiento y la primera infancia de Cristo; además, a una persona se le adjudicaba su pertenencia a la ciudad o localidad donde había vivido la mayor parte de su vida, y siendo que Jesús vivió mayormente en Nazaret, fue conocido como el Nazareno.
Aunque en un principio algunos nuevos creyentes tengan un conocimiento defectuoso de algunas cosas relacionadas con Cristo, como en el caso de Felipe, Dios puede, y efectivamente usa la presentación débil del Evangelio para la conversión de sus escogidos. El poco conocimiento doctrinal que tengamos de nuestro Salvador no debe ser motivo para obviar el evangelismo, hay personas humildes y escasas en su conocimiento de la doctrina, que son más efectivas predicando el evangelio que aquellos teólogos y eruditos en Biblia.
Ahora, Natanael tiene dudas sobre lo que Felipe declara con tanto entusiasmo, porque la Biblia no decía nada sobre el Mesías siendo de Nazaret. Además “De Nazaret puede salir algo de bueno?”, es decir, ¿De esa zona tan distante del centro de la religión judía, del templo y de Jerusalén; rodeada de tierras habitadas por gentiles, podrá salir el Mesías? Son dudas razonables, las cuales no proceden de un corazón incrédulo y burlón que busca cualquier oportunidad para cuestionar la fe cristiana, o que está escondiéndose en los fundamentos de la lógica para rechazar al Cristo; no, en Natanael hay dudas honestas que le impiden aceptar a Jesús como el Mesías. Cuántas argumentaciones se levantan en nuestra mente, a causa de informaciones erradas que recibidos de Cristo o del Evangelio, las cuales nos llevan a rechazarlo; pero si con sinceridad queremos tener la reconciliación con Dios, el Señor mismo permitirá que, aún en contra de nuestra propia lógica, tengamos un encuentro con Cristo.
Le dijo Felipe: Ven y ve”. La respuesta de Felipe muestra que él ya había estado con Cristo, ya lo conocía y Cristo habitaba en su alma; pues, él no acude a la feroz contienda verbal, lanzando argumentos como misiles, como si fuera posible convencer a un solo hombre de que venga a Cristo por medio de discusiones. Felipe hizo lo que todo creyente debe hacer con aquel que honestamente está interesado en conocer a Cristo pero tiene dudas razonables: invitarlo a que él mismo pruebe al Mesías, a que le dé la oportunidad de demostrarle quién es él: “Le dijo Felipe: Ven y ve”, es decir, “no te quedes con las dudas, ven, conócelo, pruébalo, y una vez hayas hecho esto sabrás si él es o no el Mesías. No tienes nada que perder, pero sí mucho que ganar”. “Ven y ve”, estas dos palabras están escritas, en griego, de tal manera que significan: míralo en el acto, no perdamos tiempo discutiendo de cosas que no puedo explicar, mejor conócelo ya mismo. Sobre este tema Barclay escribió: “No serán muchos los que han sido conducidos a Cristo a base de discusiones. A menudo las discusiones hacen más daño que bien. La única manera de convencer a otro de la supremacía de Cristo es ponerle en contacto con él. En general, es cierto lo que se dice de que no es la predicación razonada ni filosófica la que gana almas para Cristo, sino la presentación de la Persona de Cristo y de la Cruz[1]”. Sabio es aquel que sabe tratar con el escéptico.
Natanael estaba bajo el proceso de Dios. Primero, su hermano Felipe lo busca. Esto es un acto de la misericordia de Dios, pues, Felipe pudo haber buscado a otras personas, más Dios lo llevó a interesarse, inicialmente, sólo por Natanael. Segundo, la predicación de Felipe inquietó su corazón buscador. Habían dudas, sí, pero ya no podría dormir tranquilo hasta que conociera al Salvador. El Espíritu de Dios está obrando en él, de manera que no se puede quedar quieto, sino que acepta la invitación y va a Jesús. Todavía lleva dudas en su corazón, pero Dios, quien es misericordioso, le ayudará a superarlas mostrándole un atisbo de la gloria y la grandeza de Jesús.
Cuando Jesús vio a Natanael que se le acercaba, dijo de él: He aquí un verdadero israelita, en quien no hay engaño” (v. 47). Natanael dudaba de que Jesús fuera el Mesías, porque, según la información que recibió, cuando fue evangelizado, él era de Nazaret, cuando debía ser de Belén de Judá; mas, Cristo no lo condena por esas dudas, antes, amorosamente le demuestra que él es el Mesías, a través del conocimiento que tiene del corazón de cada hombre. En este caso él le dice a Natanael que él es un hombre sin engaño, y que este no era un discurso general que podía ser aplicado a todas las personas, como sueles hacer los falsos profetas o sanadores de nuestro tiempo, se deja ver en que no era común o usual encontrar un israelita sin engaño. Muy probablemente Jesús estaba pensando en el padre de la nación, en Jacob, a quien Dios le cambió el nombre por el de Israel. “Isaac, su padre, se quejó de él, hablando con su propio hijo Esaú: “vino tu hermano con engaño, y tomó tu bendición” (Gén. 27:35). El empleo de engaño a fin de obtener ventajas egoístas caracterizó no sólo al mismo Jacob (Gén. 30:37-43) sino también a sus descendientes (cf. Gén. 34)”[2]. Cualquier Israelita apreciaría tener el atributo de la integridad, pues, el salmista había declarado que el tal era bendito: “Bienaventurado el hombre a quien Jehová no culpa de iniquidad y en cuyo espíritu no hay engaño” (Sal. 32:2).
Que Natanael era un hombre íntegro se deja ver en la respuesta que él da: “¿De dónde me conoces?”, es decir, ¿cómo sabes eso?, yo no soy una persona importante.  Él no le dice: “Gracias por el cumplido”, sino que desea saber cómo es que él tiene algún conocimiento que le permite dictaminar un juicio sobre su carácter e integridad. “¿Será que Felipe le contó algo?” Nuevamente Natanael está luchando con las dudas, pero Jesús vuelve a ayudarle con su gracia. Él le muestra la omnisciencia que tiene en su calidad Divina: “Respondió Jesús y le dijo: antes que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera te vi” (v. 48). Natanael no se esperaba esta respuesta. Sentarse debajo de una higuera, en Israel, significaba estar en paz, y especialmente se hacía para meditar y orar. Tradicionalmente el israelita comparaba las bendiciones de Dios con tres árboles o plantas muy comunes en esta zona del mundo: El olivo, el cual simbolizaba la presencia del Espíritu de Dios en medio de su pueblo; la higuera, la cual representaba la producción espiritual que Dios esperaba de Su pueblo; y la vid, símbolo de la unión marital entre Dios y su pueblo, de la cual derivaba la producción de frutos espirituales.
 Probablemente Natanael había estado en oración pidiendo al Padre que enviara pronto al Mesías prometido. Lo cierto es que el ojo penetrante de Jesús se introdujo en el santuario interno de las devociones personales de este varón.
Respondió Natanael y le dijo: Rabí, tú eres el Hijo de Dios; tú eres el Rey de Israel” (v. 49). Las dudas han sido superadas por el poder y el amor tierno de Jesús, Natanael cae postrado a sus pies y exclama con profunda convicción: ¡Indudablemente éste tiene que ser el Mesías, el Hijo de Dios! Si él tiene tal conocimiento, no sólo de las cosas externas que les suceden a los hombres, sino de sus corazones e intimidades espirituales, necesariamente debe ser el Cristo. “!Aquí hay alguien que comprende mis sueños, un Hombre que conoce mis oraciones! ¡Aquí hay Uno que ha contemplado los anhelos más íntimos y secretos que yo no sé ni expresar con palabras! ¡Aquí hay un hombre que puede traducir los suspiros inarticulados del alma! Este hombre no puede ser más que el Ungido de Dios.[3]” Es por eso que Natanael exclama “Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel” (v. 49). Aunque muy probablemente Natanael no logró comprender todo el significado de esta expresión, así como tampoco Juan el Bautista comprendió de manera plena las revelaciones que recibió sobre el Cordero de Dios, en ese instante, por el poder del Espíritu, él puede ver en Jesús al Hijo de Dios, al Mesías, al Salvador del mundo; y creyó en él. En ese instante fue salvo y unido a la naciente iglesia cristiana.
Ya hemos visto el significado del nombre Hijo de Dios, pero ahora se adiciona otro título para Cristo: Rey de Israel. Esta declaración viene del Salmo 2:6: “Pero yo he puesto mi rey sobre Sión, mi santo monte”, y el pueblo entendía que el Mesías también sería rey, pues, en la entrada triunfal ellos exclamaron: “!Hosanna! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor, el Rey de Israel!” (Juan 12:13). Cuando Pilato le preguntó a Jesús si él era rey, respondió: “Tú dices que yo soy Rey. Yo para esto he nacido y he venido al mundo” (Juan 18:37). Y también en Apocalipsis, Juan vio que Cristo tenía estos nombres escritos en sus vestidos y muslo: “Rey de reyes y Señor de señores” (19:16). Natanael, probablemente, estaba mirando a Jesús como ese Rey prometido que restauraría el reino de Israel, pero, más tarde, luego de su resurrección, la teología y la escatología imperfecta del principio, se nutriría con la verdad de que el reinado de Cristo, en esta etapa escatológica, sería de índole espiritual, no sobre el Israel según la carne, sino sobre el Israel espiritual. Jesús es Rey sobre su pueblo y gobierna victorioso sobre los creyentes. Pero a pesar de la deficiencia en el conocimiento escatológico, esto no fue obstáculo para que Natanael fuese salvo, así como las diferencias en la interpretación de esta doctrina no debe ser motivo para descalificar a nadie que ha sido aceptado por Cristo.
Recompensas de la fe en Cristo
En recompensa por esas declaraciones de fe de Natanael, Jesús le hace una promesa: “Respondió Jesús y le dijo: ¿Porque te dije que te vi debajo de la higuera, tú crees? Cosas mayores que éstas verás” (v. 50). La fe en Jesús es el canal que Dios usa para recibir la salvación. Esta fe, que es don de Dios, produce convicción y atracción cuando se ha visto al Cordero de Dios. No importa si aún no se comprenden todas las cosas, o no se tiene el conocimiento pleno de las doctrinas de la fe cristiana, pero, en el instante en el cual el alma se aferra en fe a Cristo, todas las promesas del Evangelio le son dadas y aseguradas. Por lo tanto, Natanael vería, junto con los demás creyentes, cosas grandes, misteriosas y profundas que no se imaginaban. Las cosas mayores que ellos verían incluyen los milagros de Cristo, pero de manera especial, su resurrección. “Quienes, con corazón sincero, creen en el Evangelio, verán crecer y multiplicarse para ellos las evidencias de su fe”[4].
Esta promesa es segura porque Jesús la confirma con una expresión que será común en el resto del Evangelio de Juan: “De cierto, de cierto os digo”. Esta expresión, “Amén, Amén os digo”, es una manera judía, en arameo, de confirmar algo que se dice, de anunciar que es totalmente verdadero, que debe ser escuchado con mucha atención. Repetir algo dos veces era una forma de enfatizar alguna frase o declaración. La palabra Amén significaba verdadero, fiel, cierto; denotaba una aseveración solemne, casi un juramento. De esta voz proceden palabras como: arquitecto, fe, fiel, columna, verdad.
Jesús, siendo Dios, tiene la perfección o el atributo de la verdad y la fidelidad; cuando él usa el Amén, Amén también está denotando la autoridad que tienen sus palabras, es decir, todos deben escuchar sus palabras porque contienen vida para el ser humano. Esa es la razón por la cual en Apocalipsis Cristo mismo dice de sí: “Y escribe al ángel de la iglesia en Laodicea: He aquí el Amén, el testigo fiel y verdadero” (3:14). Sus palabras son fieles y verdaderas, pero a pesar de esto, en algunas ocasiones él enfatizó la seguridad de sus promesas y palabras diciendo “Amén, Amén”, pues, “Todas las promesas de Dios son en él Si, y en él Amén, por  medio de nosotros para la gloria de Dios” (2 Cor. 1:20). Los judíos, así como nosotros, solían usar el Amén al final de las oraciones, pero Cristo las usa al principio, denotando que él es el verdadero Amén. Que el evangelio es la verdad autoritativa para la salvación del hombre caído en miseria a causa del pecado.
De aquí adelante veréis el cielo abierto, y a los ángeles de Dios que suben y descienden sobre el Hijo del hombre” (v. 51). Estas cosas grandes que ellos verán, no solo Natanael (os digo, plural), se relacionan con el cumplimiento de las promesas Antiguotestamentarias, es decir, la llegada gloriosa del Mesías y su obra perfecta, tipificada, de manera especial, por la escalera de Jacob, esa escalera que él vio en un sueño, mientras dormía recostado sobre una piedra, huyendo de su hermano Esaú. En esa oportunidad él vio que los ángeles de Dios descendían a la tierra y ascendían al cielo a través de la escalera. Al final del sueño Dios le hace una promesa: “Y todas las familias de la tierra serán benditas en ti y en tu simiente”, es decir, Cristo es la escalera que une al cielo con la tierra, y en él, serán benditas todas las familias de la tierra. Personas de todas las naciones y lenguas podrán tener comunión con el cielo a través de la escalera de Jacob: Cristo, el Salvador. Jesús es “el lazo de unión entre Dios y el hombre, Aquel que por medio de su sacrificio reconcilia a Dios con el hombre”[5]. Es por Jesús, y sólo a través de él, que las almas pueden escalar el camino que lleva al cielo.
Veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios que suben y bajan sobre el Hijo del Hombre”. El cielo se abrió cuando Jesús fue bautizado (Mt. 3:16), el cielo se abrió para recibirlo en gloria luego de su resurrección, la voz de Dios habló desde el cielo hasta la tierra en varias ocasiones para testificar que Jesús es Su Hijo amado,  los ángeles estuvieron presentes en el nacimiento de Cristo, cuando fue tentado, en el sepulcro y en la resurrección. En Jesús se conectó el cielo con la tierra. Cuando él estuvo en esta tierra hubo mucha actividad angélica, mostrando así que él es el Señor de los cielos, el Señor de los ángeles, el Señor de la tierra y el Señor de la unión entre el cielo y la tierra. Un día los creyentes viviremos para siempre en la presencia de Jesús quien, de manera definitiva, unirá al cielo y la tierra, formando así la morada eterna para los creyentes.
Adicionalmente, Jesús se asigna otro título: Hijo del Hombre, es decir, en él se encuentran Dios y el hombre. Él representa de manera perfecta a la raza humana, él es el verdadero hombre conforme vino de la mano de Dios. En los cielos, hoy día, intercede por los creyentes el Hijo de Dios (Dios de Dios), quien también es Hijo del hombre (verdadero hombre). Este Hijo del hombre reina hoy en los cielos y un día vendrá en gloria para reinar sobre todo el mundo e introducirnos al estado eterno de gloria. Amén.
Aplicaciones:
Amigos, ¿cuáles son sus obstáculos para venir a Cristo? No te quedes con ellos, Cristo es la Verdad y la Vida, ven, míralo, pruébalo; y no saldrás decepcionado. Así no entiendas todo, ven a él y él te dará lo que tu alma necesita.



[1] Barclay, William. Comentario al Nuevo Testamento. Página 390
[2] Hendriksen, William. Página 106
[3] Barclay, William. Comentario al Nuevo Testamento. Página 391
[4] Henry, Matthew. Comentario Bíblico (1 solo tomo). Página 1358
[5] Hendriksen, William. Juan. Página 107

Juan 1:35-42 Marcas iniciales del verdadero discípulo

Marcas iniciales del verdadero discípulo
Juan 1:35-42
Introducción:
Indudablemente, Juan el Bautista es el profeta que Dios usa para establecer la continuidad y conexión entre el Antiguo y el Nuevo Testamento. Juan representaba a los profetas antiguotestamentarios, anunciando la venida del Mesías, los tiempos de gloria y gracia que él traería. Se aproximaban tiempos de cambios, tiempos de transformación. El Poder del Espíritu Santo se manifestaría de manera plena para establecer en el corazón del creyente un verdadero cambio, escribir en él la Ley de Dios, y transformar su corazón de piedra en uno de carne. Habría un cambio radical en el pueblo de Dios, y ahora sólo los que tengan un corazón regenerado, no simplemente los que tengan la señal externa de la circuncisión, formarían parte de este pueblo, antiguo, pero nuevo. Juan fue comisionado por Dios para dar continuidad al Pueblo de Dios y a la sana teología, indicando a quién señalaban los profetas del Antiguo Testamento como el Mesías, el transformador, el fundamento de estos cambios trascendentales.
Muchas cosas van a cambiar en la escena espiritual de Israel. El Mesías ha llegado y él lo transformará todo. Ahora si vendrá la manifestación de la verdadera gloria de Israel, pero no será como la mayoría del pueblo lo espera. No se trata de que el Mesías les dará una gloria mundana, o les hará prósperos económicamente, o les librará del imperio Romano; no, es algo espiritual, profundo y trascendental.
Juan tuvo la responsabilidad de anunciar al Israel según la carne a quién debían ellos ahora seguir, escuchar y ver; si es que deseaban seguir siendo el pueblo de Dios. A partir de la fecha, nadie podrá ser considerado miembro del pueblo de Dios, beneficiario de sus pactos, sino es a través del Ungido, del enviado directamente desde el cielo.
Es los pasajes que estudiaremos hoy, veremos el sencillo pero significante inicio de la Iglesia cristiana, sus primeros miembros; pero de manera especial veremos en qué consiste ser un discípulo de Cristo, un miembro de su iglesia. Juan nos mostrará algunas características iniciales de todo discípulo cristiano, las cuales, confiamos en Dios, se encuentren en nosotros; también Juan nos mostrará qué deben hacer las personas para ser reales discípulos de Jesús, el Cordero de Dios, el Mesías.
Para comprender mejor el pasaje, los estructuraremos así:
1. Siguiendo a Cristo (v. 35-37)
2. Enseñado por Cristo (v. 38)
3. Habitando con Cristo (v. 39)
4. Compartiendo de Cristo (v. 41, 42a)
5. Nuevos en Cristo ( v. 42b)
1. Siguiendo a Cristo. “El siguiente día otra vez estaba Juan, y dos de sus discípulos. Y mirando a Jesús que andaba por allí, dijo: He aquí el Cordero de Dios. Le oyeron hablar los dos discípulos, y siguieron a Jesús” (v. 35-37).
Recordemos que Juan, el evangelista, está presentándonos el inicio de la predicación del Evangelio, lo cual condujo a la conformación de la Iglesia Cristiana. Estas son las bases, cómo empezó. Y esto es de gran importancia, porque las cosas son lo que son, dependiendo de su comienzo, por ejemplo, Estados Unidos de Norte América es la nación que es, debido al origen que tuvo. Los peregrinos ingleses que llegaron a tierras norteamericanas buscaban una tierra donde pudieran vivir la fe cristiana en su forma más pura, sin persecuciones. Ellos llegaron a lo que es hoy USA con la convicción de que esa era la tierra adecuada para construir una nación basada en la Palabra de Dios, en los principios del Evangelio, la libertad, la justicia y la paz. Esa es la razón por la cual EEUU se convirtió en una tierra próspera. Los colones ingleses querían construir una nación para la gloria de Dios.
Juan en su evangelio nos relata los primeros siete días de la predicación del Evangelio con el fin de mostrarnos las bases sobre las cuales se construye la iglesia cristiana.
Ahora nos encontramos en el tercer día, donde, en la escena, hallamos nuevamente al profeta Juan el Bautista, predicando, y, por supuesto, bautizando cerca al río Jordán. Ocupado en esta faena, nuevamente ve a Jesús, el Cristo, caminando cerca de allí. Pero Juan no resiste la emoción de poder ver cara a cara al Prometido en el Antiguo Testamento, así que nuevamente declara lo que había dicho de él el día anterior: “He aquí (miren) el Cordero de Dios”. Ya hemos visto como él entendió cuál era el propósito de su ministerio, y cada vez más se enfoca en llevar la mirada del pueblo hacia Jesús. A pesar de que en dos ocasiones ha insistido en que no lo miren a él, sino al Cristo, la gente todavía lo sigue, incluso, tiene un buen número de discípulos. Pero él ha comprendido que ahora todo debe pasar a manos del Mesías, del verdadero Salvador de Israel. Su ministerio ahora sólo tiene un enfoque, que todos los sigan a Él. Luego en el evangelio de Juan, encontraremos a Juan Bautista diciendo con gran humildad: “Es necesario que él crezca y yo mengue” (Juan 3:30).
Aunque el testimonio que dio el día anterior fue más largo, al Espíritu Santo le plació usar este corto testimonio para producir frutos de conversión: dos discípulos de Juan son los primeros convertidos en seguir a Jesús, como dice Ryle “La misma Verdad que no hace bien la primera vez que se predica puede hacerlo la segunda”[1].
Le oyeron hablar los dos discípulos, y siguieron a Jesús”. Es interesante observar el método de Dios para el Evangelismo: Juan predicó acerca de Cristo, dos de sus discípulos oyeron este testimonio, y luego siguieron a Cristo: predicar, oír, seguir. Dios no ha cambiado su método: anunciar el evangelio de manera que otros oigan, y entre ellos Dios obrará en el corazón haciendo que sigan a Cristo. Hablar, oír y seguir. Sencillo. No tenemos que inventar ningún método sofisticado, pensando que esto será más efectivo. Esto nos muestra el poder que Dios ha dado a la predicación el Evangelio “si, una o dos palabras acerca de Cristo y la Cruz, ¡cuán poderosas son para cambiar los corazones de los hombres!”[2]. Podemos predicar de las grandes cosas que hicieron los reformadores del siglo XVI, podemos predicar de las grandes hazañas de los científicos, de lo inmenso y profundo de la creación; pero nada de eso servirá para convertir una sola alma, sólo la predicación sencilla de la ignominiosa Cruz de Cristo, tiene el poder para transformar el corazón humano, sólo “la locura de la predicación” (1 Cor. 1:18), es el poder y la sabiduría del cielo para los que creen.
Juan nos enseñará en todo su evangelio que para ser un cristiano hay que seguir a Jesucristo. “No hay cristianismo aparte de una relación personal con Jesús a través de la cual venimos a ser sus discípulos. El cristianismo es simple: es ver a Jesús como el Salvador que Dios ha enviado y seguirlo a él. La gente a veces habla de un “Cristianismo sin Cristo” – esto es, de una experiencia cristiana sin una relación personal con Jesús. Pero desde el mismo comienzo del Evangelio de Juan, vemos cuán imposible es esto: ser cristiano es seguir a Cristo”[3].
Y volviéndose Jesús, y viendo que le seguían, les dijo: ¿Qué buscáis? Ellos le dijeron: Rabí (que traducido es, Maestro), ¿dónde moras? Les dijo: Venid y ved. Fueron, y vieron donde moraba, y se quedaron con él aquel día; porque era como la hora décima” (v. 38-39). En este pasaje encontramos a un Jesús amoroso, preocupado por los demás, tierno en el trato con los hombres, facilitando que ellos vengan a él, ayudándoles en sus temores y debilidades. Estos dos discípulos, uno era Andrés, el hermano de Pedro, y el otro no se menciona, pero, conociendo la humildad del apóstol Juan, es muy probable que sea él; querían hablar con Jesús, conocerlo, escuchar de él las verdades celestiales que impartiría el Mesías; pero tenían temor de acercarse, no estaban seguros si el Mesías, el Hijo de Dios, los aceptaría o les podría dedicar tiempo para hablar con ellos. Más Jesús, el buen pastor, facilita todas las cosas. Él se devuelve y les pregunta tiernamente: “¿Qué buscáis”. Con esta pregunta él, quien conoce los corazones de los hombres, buscaba alentarlos en su búsqueda de Dios. Recordemos que estos dos hombres ya eran discípulos de Juan el Bautista. Ellos andaban buscando una vida espiritual verdadera, la reconciliación con Dios. Habían empezado siendo discípulos de Juan, pero ahora tenían la oportunidad de conocer, no al vocero, sino a la Verdad misma, a la fuente de la vida, al bautizador con el Espíritu Santo.
Esto nos hace recordar que “el que busca, halla” (Mt. 7:8), que el que viene a Cristo no es rechazado, “Venid a mi todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar” (Mt. 11:28). En él siempre encontraremos a un gran amigo. “Aquí tenemos un símbolo de la iniciativa divina. Siempre es Dios el que da el primer paso. Cuando la mente humana empieza a buscar, y el corazón humano empieza a anhelar, Dios nos sale al encuentro mucho más que hasta la mitad del camino. Dios no nos deja buscar y buscar hasta que le encontremos, sino que no sale al encuentro. Como dijo Agustín, no podríamos ni haber empezado a buscar a Dios si Él no nos hubiera encontrado ya. Cuando acudimos a Dios, no descubrimos que se ha estado escondiendo para mantener la distancia; acudimos a Uno que se detiene a esperarnos, y que hasta toma la iniciativa de salir a buscarnos al camino”[4].
Jesús les dice “¿qué buscáis?”, es decir, “¿Hay algo que pueda hacer por vosotros, alguna verdad que pueda enseñaros, alguna carga que pueda quitaros de encima? Si es así, hablad, no tengáis temor. ¿Qué buscáis? ¿Estáis seguros de que me seguís con motivaciones correctas? ¿Estáis seguros de que no me estáis considerando un dirigente transitorio? ¿Estáis seguros de que no buscáis, como otros judíos, riquezas, honores, grandeza en este mundo? Examinaos y aseguraos de que buscáis lo correcto”.[5]
Esta es una pregunta que se debe hacer todo aquel que se llama cristiano, o que asiste a una iglesia: ¿Qué estás buscando al venir a Jesús? La gente de nuestro tiempo puede dar muchas respuestas. Algunos buscan un escape de las dificultades de la vida. Ellos quieren ser protegidos de las pruebas que este mundo trae contra nosotros, pero ellos no están en armonía con lo que ofrece Cristo, pues, él dijo que los que le sigan tendrán muchas pruebas y sufrimientos en este mundo. Un gran ejemplo de ello es cuando Cristo envía a sus discípulos en una barca directamente hacia la tormenta, él no nos libró de enfrentarse con la tormenta, pero él estuvo con ellos para protegerlos. El cristianismo no es escapista, sino que es muy realista, Jesús nos lleva a ser parte de un mundo real. Otros pueden buscar a Cristo porque están interesados en la salud del cuerpo, prestigio o el poder. A ellos les interesa más tener una carrera exitosa y prosperidad material, pensando que si siguen a Jesús él les ayudará a conseguir ese propósito. Pero los que siguen a Jesús con esto en mente no han leído lo que él mismo dijo: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame. Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de mí, éste la salvará” (Luc. 9:23-24). Otros quieren seguir a Cristo porque quieren obtener paz para sus vidas. Ellos ven que el cristianismo provee actividades y disciplinas que son benéficas para un alma turbulenta. Y es verdad que el cristianismo produce paz y gozo interno, pero no por buscar estas cosas. Los cristianos encuentran paz y gozo como resultado de seguir a Jesús, no de seguir a la paz o al gozo, confiando en él y viviendo para él. Él enseñó: “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia (no los que tienen hambre de experimentar paz, alegría y tranquilidad), porque ellos serán saciados” (Mt. 5:6). La Biblia enseña que la única manera de ser feliz es ser hechos a la justicia y rectitud de Dios, esto es la justificación.
2. Enseñado por Cristo. “Ellos le dijeron: Rabí (que traducido es, Maestro), ¿dónde moras?” (v. 38).
Indudablemente estos dos discípulos de Juan habían quedado impresionados con la predicación del Bautista. Ellos querían conocer al Maestro o Rabí. Por esa razón le preguntan ¿dónde moras?, es decir, “anhelamos saber más de ti. Nos gustaría apartarnos de la multitud para ir contigo y preguntarte de una manera más personal y tranquila, en tu morada, acerca de las cosas que están en nuestros corazones”[6].
El que ha sido convertido por la predicación del Evangelio, aunque sean unas pocas palabras las que se hayan dicho, producirá un sincero deseo de morar con Cristo, de conocerlo más de cerca, de profundizar en él y tener comunión con él. El verdadero convertido no se queda satisfecho con las primeras y transformadoras palabras que escuchó del evangelio, sino que él mismo irá a la fuente, a Cristo, por medio de Su palabra escrita, y allí reposará por largos momentos, aprendiendo a sus pies.
Es interesante observar cómo llaman estos discípulos de Juan a Cristo: “Rabí, Maestro”. Un Rabí era un maestro que reunía tras de sí a un grupo de discípulos, los cuales le seguían siempre, caminaban con él, le servían, vivían con él y escuchaban sus enseñanzas. Esto es lo que los dos discípulos quieren que Jesús sea para ellos: un maestro. Ellos quieren aprender de él, beber de él, caminar con él, servirle a él, entregarse a él, ser como él. Todo aquel que se identifique como cristiano debe tener a Cristo como su maestro y debe querer aprender de él. Esto es fundamental en la vida cristiana. Los discípulos aprendieron de Cristo escuchándole directamente, hoy día lo hacemos por medio de la Palabra escrita de Dios. Jesús mismo dijo: “Yo para esto he nacido, y para esto he venido al mundo, para dar testimonio a la verdad” (Juan 18:37), y nosotros debemos aprender esta verdad de él. Ser cristiano es aprender de Cristo lo que es él, lo que él hizo por nuestra salvación. En el Evangelio de Juan, Jesús, nos enseñará cosas esenciales que debemos conocer de Él: Yo soy en pan de vida, y cualquiera que lo comiere no tendrá más hambre (6:35); Yo soy la luz del mundo, el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida (8:12); Yo soy el buen pastor, y mi vida doy por las ovejas (10:14-15). Y lo más importante que debemos aprender de Cristo es lo que él hizo por nuestra salvación, su muerte en cruz, la expiación, su resurrección. Jesús también nos enseña cómo debemos vivir en este mundo. Él mismo se presenta como un ejemplo de humildad, fe, misericordia, verdad y amor para nosotros los que le seguimos. Es imposible ser cristiano y no aprender de Cristo, pero no sólo se trata de un llenar la mente de conocimientos teóricos, sino de poner en práctica lo que él nos enseña: “Cualquiera, pues, que me oye estas palabras, y las hace, le compararé a un hombre prudente, que edificó su casa sobre la roca. Pero cualquiera que me oye estas palabras, y no las hace, le compararé a un hombre insensato, que edificó su casa sobre la arena” (Mt. 5:24, 26). Además, Jesús dijo: “Si vosotros permaneciereis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Juan 8:31-32).
3. Habitando con Cristo. “Les dijo: Venid y ved. Fueron, y vieron donde moraba, y se quedaron con él aquel día; porque era como la hora décima” (v. 39).
Les dijo: Venid y ved”, qué hermosa expresión del amor, la afabilidad, la hospitalidad y la disponibilidad de Cristo. Esta es una expresión muy común en los escritos rabínicos, con la cual querían decirle al discípulo: vengan y conozcan la verdad que estoy enseñando. Jesús dice esto a todos los hombres: Vengan, venid a mí, conozcan quién soy, y encontrarán vida y consuelo para vuestras atribuladas almas. La mayoría no va a Cristo, pero estos dos discípulos, los primeros miembros de la incipiente iglesia cristiana del primer siglo, fueron y vieron. No sabemos si Jesús moraba en una casa, en una humilde estancia o, incluso, en una cueva. No importaba el sitio, ellos querían morar con Cristo, aprender de él.
Y se quedaron con él aquel día; porque era como la hora décima”. Muy probablemente uno de los dos discípulos que siguieron inicialmente a Cristo fue Juan, el apóstol y autor de este evangelio. Para él esa tarde era imborrable, memorable. Por eso para él es imposible olvidar detalles tan minuciosos como la hora en la cual llegaron a la morada del Salvador. La hora décima, probablemente, era las cuatro de la tarde. A ellos no les importó la hora, ni la proximidad de la noche, sólo querían una cosa: escuchar las preciosas verdades celestiales que traía el Ungido, el Mesías, el Redentor.
La palabra griega traducida como quedarse, significa, morar. Ellos habitaron o permanecieron con Cristo, se quedaron con él. Esta es una verdad que Juan mostrará en su evangelio como algo característico del cristiano. Jesús mismo dirá: “Permaneced en mí, y yo en vosotros… Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros…” (Juan 15:4, 10). Permanecer en Cristo es abundar en Su palabra, es hablar con él constantemente por medio de la oración. Él nos enseña y habla por medio de Su palabra, y nosotros le hablamos a él por medio de la oración.
4. Compartiendo de Cristo. “Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que habían oído a Juan, y habían seguido a Jesús. Éste halló primero a su hermano Simón, y le dijo: Hemos hallado al Mesías (que traducido es el Cristo). Y le trajo a Jesús” (v. 40, 41, 42a).
Andrés, uno de los dos discípulos, no se contiene en su emoción, e inmediatamente sale del encuentro que tuvo con Cristo, se apresura a anunciar a su hermano Pedro que por fin ha llegado el Mesías esperado. Él no puede guardar esa buena nueva sólo para sí, es necesario compartirla, y qué mejor que empezar por la familia más cercana. Cuando un alma ha sido transformada por el poder del Evangelio, indefectiblemente compartirá este gozo con los demás. Es imposible ser un cristiano silencioso.
Andrés fue el primer misionero de la iglesia cristiana, y fue el primero en llevar un alma a Cristo, luego de Juan el Bautista. Este hombre representa el carácter de un verdadero creyente: Aunque él conoció a Cristo y a su evangelio antes que su hermano Pedro, no tuvo problemas ni remordimientos porque luego, él paso a ocupar el segundo lugar de importancia, y siempre fue conocido en dependencia de su hermano, incluso, aquí, se le llama “Andrés, hermano de Simón Pedro”; por el resto de su vida sería conocido así. Pedro, aunque vino después de él a Cristo, ocupó un lugar más prominente. Incluso, Andrés no formó parte del círculo más íntimo que tenía Cristo, pero Pedro sí. Esto no lo frustró. Él entendió que los planes del Señor para con cada uno son distintos, y a algunos les dará mayores dones o responsabilidades. No obstante, Andrés siempre mantuvo su espíritu evangelístico y misionero. Las otras veces que la Biblia lo menciona resalta el hecho de que Andrés seguía trayendo personas a Cristo: En Juan 6 trae a un muchacho a Jesús, el de los cinco panecillos y los dos pescados; luego, en Juan 12:22lo encontramos trayendo a los buscadores griegos ante Cristo.
5. Nuevos en Cristo. “Y mirándole Jesús, dijo: Tú eres Simón, hijo de Jonás; tú serás llamado Cefas (que quiere decir, Pedro” (v. 42b).
Ahora Juan nos mostrará cuáles son los resultados de ser un discípulo de Cristo. Y esto lo veremos en lo que sucedió con Simón Pedro, otro discípulo que Cristo obtuvo el mismo día.
Los judíos sabían que el Mesías tendría un conocimiento perfecto de las personas. Dice Juan: “Y no tenía necesidad de que nadie le diese testimonio del hombre, pues, él sabía lo que había en el hombre” (2:25). Esto es lo que sucede en el encuentro de Pedro con Cristo. Jesús, al darle un nuevo nombre, deja ver que: Primero, él tiene autoridad sobre Pedro, él es Dios. Cambiar el nombre de una persona que apenas acaba de conocer, es un acto que manifiesta la soberanía de Cristo sobre los hombres, y su señorío sobre los suyos. Segundo, Jesús conocía quién era Pedro, su personalidad, sus rasgos distintivos. Cuando él dice: “Tú eres Simón”, le está diciendo: tú eres de una personalidad inestable, eres impulsivo e inconstante, Simón, yo te conozco, incluso, más de lo que te conoces a ti mismo, yo soy el Mesías y soy Dios encarnado. Y te he escogido para que seas uno de los pilares de la Iglesia cristiana, para que con los once establezcan el fundamento doctrinal de la misma. Pero tú no puedes hacer esta tarea para la que te he escogido siendo lo que eres, debes nacer de nuevo, debe haber un cambio de corazón, el cual te cambiará tu personalidad; y pasarás a ser estable como una roca, por eso tu nombre ahora será Cefas (arameo) o Pedro (griego).
Esta no es la primera vez que Dios cambia el nombre de una persona, simbolizando con ello el cambio del carácter mismo. Dios le cambió del hombre de Abram a Abraham, proclamando así que éste hombre llegaría a ser padre de muchas naciones; lo mismo hizo con Sarai, a quien le dio el nombre de Sara, pues, dejaría de ser estéril y también sería madre de reyes, pueblos y naciones. Dios le cambió el nombre a Jacob (engañador) y le dio el de Israel (el que reina con Dios).
La Biblia dice que todos los cristianos recibimos de Dios un nuevo nombre: “Después miré y he aquí el Cordero estaba en pie sobre el monte de Sión, y con él ciento cuarenta y cuatro mil, que tenían el nombre de él y el de su Padre escrito en su frente” (Ap. 14:1). Los ciento cuarenta y cuatro mil representan a la plenitud o totalidad del pueblo redimido de Dios. Todos hemos recibido de Cristo su nombre, ahora es nuestro. Lo cual significa que hemos sido transformados en nuevas personas. El viejo hombre, la vieja mujer ha muerto, y ahora Cristo vive en nosotros. Nuestro nombre es el de Cristo, por lo tanto, ya no vivimos nosotros, sino Cristo en nosotros. Antes éramos cobardes, inestables, inseguros, sin norte, proclives al mal, negligentes, indolentes, sin amor, iracundos, entregados a la inmoralidad sexual, llenos de toda clase de vicios de la carne, amantes del alcohol, el cigarrillo, la mundanalidad; pero ahora no somos eso; hemos recibido un nuevo nombre que identifica lo que ahora somos. Gloria a Cristo por cambiarnos nuestro nombre, cambiando así nuestra vieja naturaleza.
Cuando nos convertimos en discípulos de Cristo, nosotros le vemos a Él como nuestro cordero, nuestro maestro y nuestro amado Señor. En cambio, él nos mira en términos de lo que su salvación está haciendo en nuestras vidas. Él nos mira como aquellos que han sido redimidos por su sangre, aquellos que están siendo constituidos a la imagen de Su gloria, como aquellos que habitarán con él para siempre en gloria. Así como el nombre Pedro significa una piedra o roca, con la cual se construye la iglesia de Dios, el Señor también nos ha cambiado y nos ha convertido en rocas, o Pedros, con los cuales construye su iglesia: “Vosotros, también, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo. Más vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 P. 2:5, 9).
Jesús transforma nuestro corazón en el momento de la regeneración, y luego sigue el largo proceso de la santificación, de manera que cada día seamos como él. Pero solamente morando con él, aprendiendo de él, obedeciéndole a él, hablando de él, podremos ser creciente y totalmente transformados.

Aplicaciones:
Hemos aprendido que el verdadero cristiano es aquel que busca a Jesús, pero lo sigue por razones auténticas. Te pregunto: “¿Estás buscando el perdón? Lo encontrarás en Cristo. ¿Estás buscando paz? Él te dará descanso. ¿Estás buscando pureza? Él tomarás tus pecados, los quitará de ti, te dará un nuevo corazón, y pondrá al Espíritu Santo en ti. ¿Qué estás buscando? ¿Un sólido lugar de descanso para tu alma en esta tierra, y una esperanza gloriosa para ti en el cielo? Lo que tú buscas, se encuentra sólo en Jesús. Ven a él.
Esposo y padre, ¿Eres tú un discípulo fiel de Cristo? Recuerda que tu primera responsabilidad es testificar de él ante tu familia más cercana, tu esposa y tus hijos. ¿Les estás hablando de Cristo? La mejor forma de hacerlo es practicar el devocional o el culto familiar, en el cual lees la Palabra, explicas la Palabra, aplicas la Palabra y oran conforme a la Palabra. No seas negligente en esta labor, pues, grandes serán las recompensas que recibirás; y muy grandes los males que tu familia sufrirá al descuidar este sagrado deber. Cristo se hace presente donde su Palabra está presente, invítalo diariamente a través del altar familiar.
¿Quieres ser más fuerte en la fe? ¿Quieres conocer el amor de Dios más profundamente? ¿Quieres poder para la paz, la santidad y el gozo? No hay una fórmula secreta para ello, sólo una vida de discipulado con Jesús, confiando en su sangre para tu salvación, aprendiendo de Su Palabra, y morando en su presencia a través de la oración. ¿Haces esto?



[1] Ryle, J. C. Juan 1-6. Página 103
[2] Ryle, J. C. Juan 1-6. Pägina 103
[3] Philips, Richard. John. Volume I. Página 95
[4] Barclay, William. Comentario al Nuevo Testamento. Página 389
[5] Ryle, J. C. Juan 1-6. Página 103
[6] Ryle, J. C. Juan 1-6. Página 104

Juan 1:29-34 He aquí el bautizador: el testimonio de Juan el Bautista

He aquí: El testimonio de Juan el Bautista
Juan 1:29-34
Introducción:
La condición espiritual del hombre caído en su pecado es de lo más deplorable. Se encuentra sumido en la lobreguez de sus pecados, es esclavo del mal, no puede librarse de él. Además de tener al pecado como su amo, también es su verdugo, pues, se levanta contra él en su conciencia y no lo deja disfrutar de paz. El ser humano puede tener momentos de diversión y distracción, pero la punta filosa de la culpa lo atormenta sin cesar. Además, el pecado es su peor oscuridad, lo lleva a razonar equivocadamente y lo aleja de su propia felicidad y del propósito por el cual fue creado. El pecado también endurece de manera creciente su corazón y le hunde más y más en la incredulidad causada por la muerte espiritual en que se encuentra. El hombre perdió toda sensibilidad espiritual hacia lo bueno, lo santo o hacia Dios.
Así que la solución para la situación espiritual del hombre debe ser integral, que incluya la restauración de todos los aspectos de su perdición. Juan nos dirá que para eso vino Jesús. El Cristo fue enviado a este planeta con el fin de rescatar al hombre de su miseria y darle la solución integral para su mal.
Juan el Bautista ha dado un testimonio completo de la misión del Salvador, de quién es él, y al comprender este testimonio encontramos tres aspectos fundamentales para nuestra salvación: Primero, Jesús es el Cordero de Dios que quita el pecado. Él murió en la cruz para quitar de sobre nosotros la culpa, el poder y la condenación del mal. Pero no sólo esto, Jesús nos da la provisión espiritual necesaria para que creamos en su sacrificio y así recibamos los beneficios del mismo. Jesús nos da la provisión espiritual para que, restituidos de nuestra maldad, vivamos en santidad. Y, tercero, todo esto él lo puede hacer, porque es Dios encarnado. Y  siendo Dios, puede garantizar que los beneficios espirituales recibidos a través de su obra son perfectos y para siempre; nada podrá dañar su obra en nosotros, porque nada ni nadie podrá hacer frente a la Soberanía de Dios.
Estos son los tres aspectos del testimonio de Juan el segundo día del inicio de la predicación del evangelio.
1. He aquí el Cordero de Dios v. 29-31
2. He aquí el Bautizador v. 32-33
3. He aquí el Hijo de Dios v. 34
Ya hemos visto el primer punto, ahora pasemos al segundo.

2. He aquí el Bautizador v. 32-33 “También dio Juan testimonio, diciendo: Vi al Espíritu que descendía del cielo como paloma, y permaneció sobre él. Y yo no le conocía; pero el que me envió a bautizar con agua, aquél me dijo: Sobre quien veas descender el Espíritu y que permanece sobre él, ése es el que bautiza con el Espíritu Santo”.
Juan el Bautista cada vez nos sorprende más con el conocimiento que recibió de lo alto sobre el Evangelio y quién era Cristo. No sólo comprendió que el Mesías sufriría como Cordero de Dios para limpiar el pecado del pueblo, sino que ahora nos asombra con sus declaraciones sobre la relación entre el Espíritu Santo y Cristo, la salvación y el Espíritu Santo. En estos versículos Juan nos dice dos cosas sobre esta relación con el Espíritu Santo: primero, Jesús fue ungido con el Espíritu, y, segundo, él bautiza a los creyentes con el mismo Espíritu.
Veamos el primer aspecto de su declaración. Juan dice: “Vi al Espíritu que descendía del cielo como paloma, y permaneció sobre él. Y yo no le conocía; pero el que me envió a bautizar con agua, aquél me dijo: Sobre quien veas descender el Espíritu y que permanece sobre él, ése es el que bautiza con el Espíritu Santo”. El Espíritu ungió a Cristo y reposó sobre él ¿Por qué? ¿Si él es Dios, entonces, para qué necesita de la unción del Espíritu?
Siendo que en Cristo se da la unión hipostática (Dios-hombre), podemos decir de una manera clara, por un lado, que la persona de Cristo fue ungida, en lo que se refiere al llamado de su oficio, mientras tenemos en mente, por el otro lado, que es la humanidad de Cristo la que es ungida para el suministro de los dones y gracias divinas, ayudas y dotaciones, necesarias para que cumpliera con su oficio. Pero, con el fin de conservar un sano equilibrio, es necesario agregar que el poder del Espíritu Santo interviene, de acuerdo con el orden que hay en  la Trinidad, sólo para ejecutar la Voluntad del Hijo.
Jesús recibió la unción del Espíritu cuando fue formalmente consagrado a su misión pública y divinamente dotado para su obra oficial. Esto tuvo lugar en el Río Jordán cuando fue bautizado por su precursor. Cuando Jesús emergía de las aguas, los cielos se abrieron, el Espíritu Santo descendió sobre él en forma de paloma y se escuchó la voz del Padre testificar del infinito placer que tenía en su Hijo encarnado (Mt. 3:16-17).
Lo primero que se registra después de este suceso es: “Y Jesús volvió en el poder del Espíritu a Galilea” (Luc. 4:14). El propósito por el cual se nos dice esto, parece ser, el de mostrarnos que la humanidad de Cristo ha sido confirmada por el Espíritu y fue hecha victoriosa sobre el demonio por Su poder. Por eso es que leemos  justo después de la tentación: “Y Jesús volvió en el poder del Espíritu a Galilea” (Luc. 4:14). Seguidamente se nos dice que él entró en la sinagoga de Nazaret y leyó de Isaías 61: “El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los de quebrantado corazón; a pregonar libertad a los cautivos, y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos; a predicar el año agradable del Señor”, y declaró: “Hoy se ha cumplido esta escritura delante de vosotros” (Lc. 4:18, 19, 21).
Aquí podemos ver que esta unción fue para dotarlo con poderes sobrenaturales para su grandioso trabajo. El Espíritu le dotó de dones ministeriales.
Su necesidad para esta unción se asienta en la naturaleza creada que había asumido y el oficio de siervo que él había tomado, y también fue una certificación pública de la aceptación de la persona de Cristo por el Padre y su iniciación en el oficio de Mediador. Así se cumplió el antiguo oráculo: “Y reposará sobre Él el Espíritu de Jehová; espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de poder, espíritu de conocimiento y de temor de Jehová. Y le hará entender diligente en el temor de Jehová. No juzgará según la vista de sus ojos, ni argüirá por lo que oigan sus oídos” (Is. 11:2-3). ¡Asombrosa humillación la del Cristo! Siendo él Dios, cuando toma la carne por morada, depende del Espíritu para cumplir su ministerio, aunque la Tercera Persona, en el orden que hay en la Trinidad, procede de él y del Padre.
Porque el que Dios envió, las palabras de Dios habla; pues, Dios no da el Espíritu por medida” (Juan 3:34). Esto pone de manifiesto la preeminencia de Cristo, porque él recibió el Espíritu como ningún otro hombre lo recibió. Observe el contraste señalado por Efesios 4:7: “Pero a cada uno de nosotros fue dada la gracia conforme a la medida del don de Cristo”. En ninguno sino en el Mediador “habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad” (Col. 2:9).
La singularidad de la relación del Espíritu con nuestro Señor la encontramos nuevamente en Romanos 8:2: “Porque la Ley del Espíritu de vida en Cristo Jesús me ha librado de la ley del pecado y de la muerte”. Esta relación no sólo nos revela la fuente de todas las acciones de Cristo sino que una gracia, mayor que la de cualquier ser creado, habitó en Él. Realmente, hay “una diferencia radical entre Él y cada uno de los creyentes, porque: (a) a Cristo le fue dado el Espíritu sin medida (3:34), a nosotros, según medida (Ef. 4:7): Como Cristo es la Cabeza de la Iglesia, posee la plenitud del Espíritu y de los dones… en cambio, los creyentes tienen diversos dones, según el servicio que han de ejercitar en el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, pero ninguno tiene todos los dones (v. 1 Co.12:29-30), en consecuencia, nosotros no siempre somos conducidos por el Espíritu en todo lo que decimos o hacemos, mientras que Jesús siempre era conducido por el Espíritu, hasta el punto de ser el único ser humano que siempre y en todo fue dirigido invariablemente por el Espíritu Santo, para santificarse a sí mismo y ofrecerse en sacrificio vivo al Padre, en obediencia perfecta y constante”[1].
Habiendo entendido en qué sentido y porqué Jesús fue ungido con el Espíritu, pasemos al segundo aspecto que Juan nos deja ver sobre este tema: Jesús es el bautizador con el Espíritu.
En él se cumple la promesa de Joel 2:28-29 cuando dijo: “Y después de esto derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas… y también sobre los siervos y las siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días”. Jesús vino para cumplir su obra redentora, y una vez ascendió a los cielos, envió de Su Espíritu en una manera plena y abundante como nunca se había visto, por eso él es el bautizador.
En Jesús se cumple la promesa de Isaías 44:3 que dice: “Porque yo derramaré aguas sobre el sequedal, y ríos sobre la tierra árida; mi Espíritu derramaré sobre tu generación, y mi bendición sobre tus renuevos”. La iglesia es bendecida por la presencia del Espíritu, quien, enviado por Cristo para morar en cada uno de los creyentes, convierte nuestra natural sequedad y aridez espiritual, en una tierra fértil, donde brotan la justicia, la rectitud, el amor y la paz. ¡Bendito oficio el de Cristo al ser nuestro Bautizador!
Pero, también Ezequiel anunció el advenimiento de un tiempo glorioso para el pueblo de Dios, donde abandonarían el mero conocimiento y obediencia externa, producto de un nominalismo religioso; y Dios mismo enviaría a su Espíritu para convertir los corazones de piedra en sensibles corazones de carne: “Y pondré dentro de vosotros mi Espíritu, y haré que andéis en mis estatutos, y guardéis mis preceptos, y los pongáis por obra” (Ez. 36:27). Este tiempo glorioso llegó al mundo cuando el Verbo se hizo carne, murió en la Cruz como el Cordero de Dios, ascendió resucitado a los cielos, y envió a su Espíritu Santo. Cuando Cristo bautiza con el Espíritu, se produce un cambio radical en nuestras vidas, y somos convertidos de hijos del diablo a hijos de Dios, de las tinieblas a la luz, de la incredulidad a la fe, del pecado a la santidad, del mundo a Dios, de la muerte a la vida, de la sequedad desértica a tierra fértil. ¡Loado sea el Bautizador!
Jesús puede bautizar a los creyentes, no sólo porque él recibió el Espíritu sin medida, sino porque luego, cuando asciende a los cielos, victorioso y resucitado, recibe del Padre un regalo divino: al Espíritu Santo; el cual le es dado de una manera especial y suprema, de tal manera que Jesús puede darlo a todos los que creen en él. El Espíritu sólo se somete a Dios, pues, él es Dios, y si el Espíritu puede ser dado por Cristo, entonces, necesariamente él es Dios.
Para entender esta declaración, de que Jesús es el bautizador, es necesario saber qué es el bautismo. Juan conocía bien esta práctica, porque él mismo bautizaba a las personas en agua. El bautismo era el sumergir o lavar en agua a la persona para la purificación de los pecados. Juan bautizaba en el Río Jordán en un sitio donde había muchas aguas, aguas para que las personas se sumergieran y limpiaran.
Por lo tanto, el bautismo que Cristo da consiste en sumergir a las personas en el Espíritu Santo, llenarlas de su poder, de su presencia santificadora y transformadora. El Espíritu es dado por Cristo al Creyente para que tome posesión de él. “Cuando el Espíritu toma posesión de una persona, suceden ciertas cosas. (1) Su vida se ilumina. Viene a ella el conocimiento de Dios y de su voluntad… Algo de la sabiduría y de la luz de Dios ha venido a su vida. (2) Su vida se fortalece. El conocimiento sin poder es algo desazonador y frustrante. Pero el Espíritu nos da, no sólo el conocimiento de lo que es la voluntad de Dios, sino también la fuerza y el poder para obedecerla. El Espíritu nos da una triunfante idoneidad para enfrentarnos con la vida. (3) Su vida se purifica. El bautismo de Jesús con el Espíritu había de ser un bautismo de fuego (Mt. 3:11). La escoria de cosas malas, la aleación de cosas inferiores, la mezcla de impurezas se purifican en el crisol del bautismo del Espíritu Santo, dejando a la persona limpia y pura”[2].
Jesús es superior a Juan en el bautismo que ejecutan. Juan bautiza con agua, un elemento terreno y físico; mientras que Jesús bautiza con el Espíritu Santo, la tercera persona de la Trinidad. Como dice Ryle “El bautismo del que aquí se habla no es el bautismo de agua. No consiste ni en la inmersión ni en la aspersión. No se limita exclusivamente ni a los niños ni a los adultos. No es un bautismo que un hombre pueda administrar, ya sea episcopaliano, presbiteriano, independiente, metodista, laico o ministro. Se trata de un bautismo que se recibe exclusivamente de manos de la verdadera Cabeza de la Iglesia. Consiste en la implantación de la gracia en el interior del hombre. Es lo mismo que el nuevo nacimiento. Es un bautismo no del cuerpo, sino del corazón. Es un bautismo que recibió el ladrón arrepentido, aun sin ser sumergido o salpicado por la mano del hombre. Es un bautismo que Ananías y Safira no recibieron, aun habiendo sido admitidos a la comunión de la iglesia por los Apóstoles”[3].
Si bien es cierto que todo creyente debe procurar el bautismo en agua, pues, es un mandato de Cristo y es la señal externa y visible de nuestra profesión de fe en él; no obstante, el bautismo esencial para nuestra salvación es el Bautismo del Espíritu. Jesús nos bautiza en él cuando creemos por primera vez y somos regenerados. Jesús nos sumerge en el Espíritu dándonos todas las gracias que proceden de él: La regeneración (una nueva vida y un nuevo corazón amante de Jesús y de Su gracia), la conversión (apartarnos de nuestro propio camino y volvernos a Dios), el arrepentimiento (darle la espalda a nuestros pecados y confesarlos ante Dios), los dones de la gracia (necesarios para que participemos de la edificación de la Iglesia de Cristo), la santificación (una obra especial que nos lleva a crecer espiritualmente con el fin de parecernos más y más a Cristo). Todo esto nos es dado en ese bautismo efectuado por Cristo.
Muchos que fueron bautizados en agua por Juan, o por los ministros del evangelio, irán al infierno; pero todo el que ha sido bautizado por Jesucristo con el Espíritu, gozará para siempre de su presencia gloriosa.
Cuando Juan dice que Jesús es el bautizador con el Espíritu, está dando a entender que el Espíritu no hace nada salvadoramente en las personas sino es por la obra de Cristo. El Espíritu puede venir a las personas sólo, por y a través de la obra de Cristo. El Espíritu está inseparablemente unido a Cristo en el plan Redentor, pues, sin la obra de Cristo, el Espíritu no tendría nada que aplicar al creyente, pero, cualquier cosa que el Espíritu haga en la persona, será sólo porque Cristo lo envía para ello.
Ahora, el bautismo con el Espíritu Santo efectuado por Jesús, no es una segunda bendición de la gracia, como proponen algunos grupos cristianos contemporáneos, ni se trata de la recepción especial y distintiva de los dones de lenguas; no, esta es una obra concomitante con la conversión a través de la cual, también, somos sumergidos en el cuerpo de Cristo, somos unidos a Él, como dice Pablo: “Porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo, sean judíos o griegos, sean esclavos o libres; y a todos se nos dio a beber de un mismo Espíritu” (1 Cor. 12:13). Por lo tanto, somos bautizados por Cristo con el Espíritu Santo una vez, al comienzo de nuestra nueva vida, pero el resultado de este hecho es continuo, creciente, activo y por siempre.
3. He aquí el Hijo de Dios v. 34 “Y yo le vi, y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios”. Juan afirma, nuevamente, que él, aunque, al principio, no sabía quién era el Mesías, por las señales que recibió de Dios en revelación especial, pudo conocer que Jesús, no sólo es el Cristo o el Ungido, sino que recibió una revelación superior: supo que el Mesías es el Hijo de Dios. Esta expresión no tiene el mismo significado que cuando decimos que nosotros somos hijos de Dios; sino que ésta tiene la connotación más alta y excelsa, es decir, que éste es un hijo de la misma esencia del Padre; por lo tanto, Juan aquí está reafirmando una de las verdades centrales de todo el Evangelio: Jesús es Dios de Dios.
Es importante resaltar que sólo en el primer capítulo se ha mencionado más de 7 veces la divinidad de Cristo; por lo tanto, todo cristiano, todo aquel que desee ser salvado por Cristo debe creer esta verdad central. El que cree en Cristo solamente como un gran profeta, o un ángel, o un ser muy especial y poderoso; pero no lo reconoce como Dios, de su misma esencia, el tal nunca podrá ser salvo.
Juan reafirma la divinidad de Cristo al terminar su segundo testimonio sobre él, también para darnos seguridad de que la Obra que él hizo por nosotros, siendo nuestro Cordero, quitando nuestro pecado y bautizándonos con el Espíritu; nunca podrá ser dañada o frustrada. Porque él es el Hijo de Dios, de la misma esencia del Padre, puede garantizar que todos estos beneficios, cuando son dados al creyente, son seguros y eternos. ¡Bendita seguridad la que tenemos en Jesús! ¿A quién más acudiremos?


“Gran consuelo es para los ministros de Dios saber que quien les envía a predicar puede poner en el corazón lo que ellos ponen en el oído y soplar el Espíritu sobre los huesos secos a los que ellos profetizan con su predicación”[4].

Aplicaciones:
Amigo, ¿Has sido bautizado por el Espíritu Santo? Recuerda que esto es vital para nuestras almas. ¿Cómo lo sabes? ¿Has creído en Cristo como tú único y suficiente salvador? ¿Le sigues a él y vives para Su gloria? Entonces, si es así, ya tienes el bautismo del Espíritu Santo. Pero si en ti no hay amor por Cristo, no hay deseos de obedecerle y seguirle, no quieres ser como él, ni te interesa Su iglesia, ni Su Palabra, ni Su santidad; entonces no tienes ese bautismo vital. Te invito para que hoy mismo acudas a Cristo, confieses tus pecados ante él, le pidas que te salve, y le entregues todas tus maldades; él te escuchará, él te salvará y él te bautizará con su Espíritu Santo, todo en el mismo momento; entonces podrás amarlo, seguirlo, obedecerlo; y tendrás el poder para andar en una vida nueva.
Hermano ¿vives con la conciencia y frutos de que has sido bautizado por el Espíritu Santo? Esto es muy importante, porque, a veces convertimos este bautismo simplemente en un asunto técnico o una doctrina fría; pero no es así, que el abuso dado por los grupos carismáticos o pentecostales no nos lleve a olvidar esta importante verdad práctica: para tener una vida cristiana victoriosa sobre el pecado, donde nos neguemos a nosotros mismos y vivamos fructíferamente para la gloria de Dios, creciendo en la gracia; necesitamos renovar nuestra dependencia total del Espíritu, suplicándole que los efectos perpetuos de su bautismo, de estar inmersos en él, nos conduzcan a una vida de comunión con Cristo y dependencia del Espíritu. ¿Somos pobres en el conocimiento de Cristo? ¿Nuestro amor hacia él es débil porque aún amamos más al mundo o a otras personas? No olvides, el Espíritu vino a glorificar a Cristo; rogémosle que él nos lleve a profundidades mayores de amor por el Salvador. ¿Todavía los pecados más arraigados causan estragos en nuestras vidas? No olvidemos que hemos sido sumergidos en el Espíritu. Vivamos cimentados en esta verdad.


[1] Henry, Matthew. Comentario Bíblico. Páginas 1355-1356
[2] Barclay, William. Comentario al Nuevo Testamento. Página 389
[3] Ryle, J. C. Meditaciones sobre los Evangelios. Juan 1-6. Página 86
[4] Henry, Matthew. Comentario Bíblico. Página 1355